La película producida en Studio Ghibli acompaña su esencial mensaje con una narración especial y una animación clásico sublime, meticulosamente pulimentada, donde todo fluye y todo semeja tener vida propia, así sea en el primer chato o en el fondo de una escena. Visualmente, Spirited Away no pasa inadvertido. En 2001 ocasionó encontronazo, pero veinte años después prosigue llamando la atención como el primero de los días por su maestría técnica y estética, algo que sólo algunas de las películas tienen la posibilidad de decir. ¿Recuerdas la primera Toy Story, de Pixar, en 1995? Su entonces novedosa animación tres dimensiones CGI no posee punto de comparación con la presente, por poner un ejemplo evidente.

Hay tantas imágenes para rememorar que un museo entero podría cubrirse con sus ilustraciones. En movimiento, y con la música fundamental de Joe Hisaishi anegando cada secuencia, te sumerge completamente en su planeta, en ocasiones tan desquiciado como humano, así sea un baño público lleno de habitaciones de todo género con dioses de la manera mucho más absurda viable. o un tren que viaja sobre el mar a un destino dudoso en solo una dirección. Todo consigue una hermosura y un concepto que escasas proyectos audiovisuales consiguen. La fusión que trabaja entre lo que se ve en la pantalla y el espectador es bien difícil de cotejar. Es uno de sus logros mucho más meritorios. El especial equilibrio de cada una de sus piezas es, en verdad, lo que provoca que esta película sea única y diferente.

Grabando los secretos

Esta no es una historia donde las aventuras y adversidades cambian la personalidad de su personaje principal, por medio de enseñanzas vitales sobre los mucho más distintos temas. Miyazaki, además de esto, atravesaba un segundo muy difícil, fatigado por el ahínco que le había pedido la princesa Mononoke y la tentación recurrente de dejar la animación. Es la dueña de la vivienda de baños de los dioses y el personaje mucho más detestable y asimismo el mucho más molesto de la historia. Cuenta la narración de Chihiro, una pequeña antojadiza y testaruda de diez años que se enfurece en el momento en que sus progenitores le afirman que deben mudarse.

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Si alguien duda de que Miyazaki es el enorme artista de nuestro tiempo, puede conocer su fallo observando alguno de los individuos que protagonizan esta historia emiten sobre maldiciones y malditos. Una de ellas es Sophie, una muchacha sentenciada a parecer una anciana, pero cuya expresión, mirada, carácter y movimientos reflejan su identidad juvenil. El otro es nuestro castillo que da nombre a la película, un personaje transformado en una isla flotante de metal cuya aptitud, por el momento no de desplazarse, sino más bien de transformarse completamente, es el juego y la animación continua. Amoldada de la novela de Diana Wynne Jones, Howl’s Moving Castle es la película mucho más típicamente mágica de Miyazaki. Si sabes algo al ver la filmografía de Miyazaki, es su gusto por la aviación, las máquinas voladoras, los aeroplanos y los pilotos. Si bien en este momento se conoce que el profesor prepara otra película, pretendía en su instante retirarse con su considerablemente más directo y verdadera homenaje al planeta de la aviación.

Si bien Miyazaki anunció su regreso, este trabajo de Yonebayashi (antes de independizarse con Studio Ponoc y ‘Mary and the Enchantress’ Flower’) fue la última producción del mítico estudio. Valerosamente ambientada como una película sobre la depresión infantil para jóvenes, la película abraza la obscuridad de su personaje principal, un huérfano torturado por el rencor y el abandono, con una iluminación onírica que acaba siendo formidablemente sensible. La joven se hallará en un sueño con una rubia brillante llamada Marnie, que vive en una vivienda dejada hace unos años. Lo que prosigue es una historia a medio sendero entre la fantasía y el combate de la personaje principal con sus espectros.

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